Billy Wilder y Uno, dos, tres.

 



Es difícil llegar a conocer quién fue en realidad este maestro del celuloide. Aunque uno profundice en su vida y en su trayectoria profesional, se va a encontrar con una barrera que, da la impresión, el cineasta construía para proteger su vida privada. Para separar el ámbito laboral de su vida personal. Y eso, contando con la paradoja de que su vida personal supuso, en gran medida, la pasión por su trabajo: la pasión por escribir y dirigir películas. El cinismo, la ironía, o una ambigüedad perfectamente calculada eran algunas de las herramientas que Wilder utilizaba para conseguir este fin. Y, qué duda cabe, que conseguía su objetivo, a pesar de su generosidad a la hora de hacer declaraciones y conceder entrevistas referentes a su vida y obra. Pero "jugaba" al despiste. Como en muchas de sus películas.

Este intento de protección de la parcela más íntima de cada uno de nosotros, parece que es una característica recurrente en figuras que, sin temor a equivocarnos, podríamos calificar, directamente, de genios. Alfred Hitchcock mantenía una postura parecida, y siempre jugaba a la confusión cuando se refería a su persona. El mago del suspense dijo de sí mismo: "Seré lo que Churchill dijo de Hitler: un misterio dentro de otro misterio". O John Ford, autor de desconcertantes afirmaciones y de memorables respuestas a preguntas e interrogantes por parte de periodistas o personas ajenas a su círculo más cercano. Como cuando le preguntaron: Señor Ford, ¿Cómo consiguió usted llegar a Hollywood? A lo que el genial director contestó lacónicamente: En tren.

Probablemente esta actitud críptica y titubeante con la que Billy Wilder se mostraba al mundo, sea la causa de las opiniones tan dispares que de él tenían cuantos le conocieron: "Es un ser absolutamente encantador" (Romanoff), o "Es el mayor hijo de perra que existe" (George Axelrod). Imagino que este distanciamiento, que esta deliberada actitud de proyectar una ambigua y, en cierta medida, enigmática imagen, obedecía a un intento (al igual que Hitchcock, al igual que, sobre todo, John Ford) de disimular su acusada sensibilidad. Algo realmente inútil cuando uno mira con atención sus películas. Son obras donde la emoción está presente. Y no solo eso. En ocasiones, esa emoción adquiere plenamente el protagonismo. En Ford, esta característica es más evidente. En Hitchcock y Wilder, esos sentimientos suelen estar más soterrados. Pero cuando uno profundiza un poco, emergen con toda su fuerza e intensidad. Perfectos ejemplos de ello son Vértigo o Rebeca del genio inglés o El apartamento, Perdición o Ariane en el caso de Wilder. Por citar solo unos títulos, claro está.






Pero bueno, a lo que iba. Billy Wilder comenzó su carrera profesional como reportero en Viena para, posteriormente, trasladarse a Berlín, que en aquellos años era una ciudad moderna, cosmopolita, abierta, chispeante y llena de vida y oportunidades. Aunque ya había muchas cosas que empezaban a cambiar en la capital del Deutsches Reich, en ocasiones de forma imperceptible. Allí siguió Wilder desarrollando su carrera profesional hasta 1933, año de la llegada al poder de Hitler. Wilder, que era judío, sabía perfectamente lo que eso significaba. Y rápidamente huyó del país para dirigirse a Estados Unidos, después de una pequeña estancia en París. Este acontecimiento le marcaría profundamente. Y tendría una influencia innegable en sus películas y en su vida. Un perfecto ejemplo de ello es lo que le sucedió años más tarde, con ocasión del estreno internacional de Traidor en el infierno. La Paramount, para no ofender a los espectadores del lucrativo mercado alemán, propuso cambiar la nacionalidad el villano de la película, de alemán (nazi) a polaco. Wilder, que había perdido a su madre en Auschwitz, se exasperó y exigió al estudio una disculpa, con la amenaza de no realizar las tres películas que tenía comprometidas con la Paramount. Según el propio director "Nadie se disculpó. Así que recogí mis cosas y me fui".

En Paramount precisamente, había empezado a trabajar cuando llegó a Estados Unidos, escribiendo argumentos originales. Y pronto consiguió trabajo como guionista acreditado. Allí entró en contacto con figuras de la talla de Charles Brackett o Ernst Lubitsch. Entre ellos se establecieron unas asombrosas sinergias. Una excelente química profesional que dio como resultado unos guiones portentosos y unas películas chispeantes, inteligentes, elegantes y divertidas como pocas. Wilder adoraba a Lubitsch. Admiraba su trabajo como director, su estilo tan personal e inconfundible a la hora de rodar las películas. Se rendía ante la sutileza y exquisitez que desprendían los títulos dirigidos por Lubitsch, desbordantes de cinismo e ironía. Pero Wilder solamente quería escribir guiones. No quería saber nada de dirigir películas. sin embargo, el estudio, los actores y los directores, cambiaban continuamente las situaciones ideadas por la mente del genial guionista que, en definición de William Holden, "Tenía el cerebro lleno de cuchillas de afeitar". Esta falta de respeto a su trabajo, irritaba enormemente a Wilder. Como en aquella película, Si no amaneciera, dirigida por Mitchel Leisen, y cuyo guion escribieron mano a mano Charles Brackett y Billy Wilder. ambos habían ideado una escena donde el protagonista, Charles Boyer, debía de hablarle a una cucaracha, como una forma de expresar su confusión mental y su estado de ánimo. Boyer se negó tajantemente a rodar esa escena: "Es una idiotez; ¿para qué voy a hablarle a una cucaracha si ella no puede responderme?".

Así que Wilder, para suerte del cine y de los espectadores, tomó la firme decisión de hacerse director para poder tener el control de sus propios guiones. Lo que vino a continuación se tradujo en un "puñado" de películas extraordinarias. Sublimes. Algunas de las cuales podríamos incluirlas, sin sonrojo, en una de esas listas de mejores títulos de la historia del cine a las que tan proclives somos los que mantenemos hacia el cine un amor desmedido e inacabable.


I.A.L. Diamond y Billy Wilder, autores del brillante guion


Unos, dos, tres, (1961), es una comedia brillante y divertidísima. Una historia sobre los tiempos de la guerra fría con un ritmo frenético y endiablado donde se pronuncian algunos de los diálogos más rápidos de la historia del cine. En ella sobresale, como es habitual en la obra de Wilder, un guion extraordinario. Una sólida estructura narrativa. Un eficaz dibujo de personajes: un par de escenas de diálogo, una calculada puesta en escena, algún que otro objeto, y unas magníficas interpretaciones son suficientes para que, a los pocos minutos de metraje, conozcamos perfectamente a los protagonistas de esta farsa cínica y amoral. Los pobladores del universo de Uno, dos, tres, son capaces de cualquier cosa con tal de lograr los objetivos propuestos. Así pues, nos encontramos ante una película construida sobre las principales premisas del cine de Wilder. Pero esta admirable comedia va más allá y trasciende a los habituales planteamientos y formalismos del director para, por momentos, instalarse en el terreno de la Screwball Comedy y hasta del Slapstick de los tiempos del cine silente.



Como en toda buena comedia, Uno, dos, tres bordea constantemente el drama. Lo trágico. Pero la contención, la inteligencia y el buen saber hacer de Wilder evitan el "trazo grueso". Los diálogos y las situaciones tienen justo ese punto de equilibrio para compensar la película y mantenerla en el terreno de la comedia. En realidad, Wilder lo que intentaba cada vez que rodaba, era seguir los pasos de su admirado Lubitsch. Y en muchas ocasiones a lo largo de su carrera se acerca bastante. Pero Lubitsch era inalcanzable. El cine de Lubitsch es un género en sí mismo que empieza y acaba en el propio autor.


El reparto



James Cagney como C.R. MacNamara



Pamela Tiffin como Scarlett Hazeltine


Horst Buchholz como Otto Ludwig Piffl


Liselotte Pulver como Fräulein Ingeborg


Hanss Lothar como Schlemmer


Arlene Francis como Phyllis MacNamara


La crítica cinematográfica del momento, unánime ante otras obras de Wilder, se mostró más dividida ante Uno, dos, tres. Así, el historiador y crítico Arthur Schlesinger Jr. señaló:

"La especialidad de Billy Wilder consiste en patinar sobre una delgada capa de hielo y provocar la risa con ideas que, contempladas desde su vertiente más sobria, no resultan en absoluto graciosas. Creí que el hielo se había roto bajo sus pies cuando hizo El apartamento, pero Uno, dos, tres es audaz, hábil, maravillosa".

Por otra parte, Pauline Kael expresaba:

"Como espectadora, me sentí humillada y asqueada. Uno, dos, tres es una película recargada, de mal gusto y ofensiva, una comedia que consigue carcajadas igual que una sonda extrae orina. Es normal en Hollywood oír decir de Billy Wilder que es el mejor director de cine del mundo. Esta afirmación nos dice mucho sobre Hollywood: Wilder camina sobre seguro, es un director avispado y vivaz cuyo trabajo carece de sentimiento, pasión, gracia, belleza o elegancia. Tiene los ojos puestos en el dólar o, en el mejor de los casos, en las fórmulas de entretenimiento que atraen el dólar, pero nunca antes, a excepción tal vez de El gran carnaval, había mostrado un desprecio tan descarado por el género humano".

No puedo estar más en desacuerdo con Pauline Kael. Mi opinión personal es que nos encontramos ante una película fascinante, seductora, fresca, inteligente, lúcida, irreverente, alegre, magnética, atrevida y desopilante. Podría seguir con los adjetivos, pero quisiera evitar queridos lectores, si me es posible, aburrir en exceso. Es imposible otorgar el título de mejor película a una de las obras que componen la excelsa trayectoria profesional de Billy Wilder. Pero Uno, dos, tres es una digna candidata a recibir esta categoría, junto a títulos como El crepúsculo de los dioses, Ariane, Primera Plana, La tentación vive arriba, Traidor en el infierno, El gran carnaval, Días sin huella... Por resumir: la mayoría de sus títulos.





Pero Billy Wilder cuenta con otra jerarquía de películas que se sitúan un peldaño por encima de las mencionadas. Obras dotadas de una maestría profesional y artística a las que se les une un elemento difuso y etéreo difícil de clarificar. Magia, chispa, química. Películas inexplicables. Rebosantes de vida, luminosidad y esplendor. Películas irrepetibles. Del selecto género de "no puedes apartar la mirada de la pantalla". En esta posición me atrevería a incluir cuatro títulos gloriosos: El apartamento, Testigo de cargo, Con faldas y a lo loco y Perdición.

En cualquier caso, y por finalizar, Uno, dos, tres es una cinta (que palabra más bonita, desgraciadamente en desuso...) que atrapa al espectador por la solapa desde los primeros minutos de metraje y lo transporta a un mundo ya desaparecido pero, paradojas de la vida, sospechosamente parecido a nuestros días en muchos aspectos. Verla es como asistir a una de esas fiestas a las que uno es invitado sin saber lo que se va a encontrar y acabar queriendo que aquello no termine.


El hombre de Boston








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Comentarios

  1. Que buena información , da gusto leerlo, Hombre de Boston.

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