Estrellas fugaces (Shooting Stars, 1928. Anthony Asquith y A.V. Bramble) es una obra que hoy día está prácticamente olvidada. Alto habitual con la inmensa mayoría de la producción cinematográfica realizada durante la época del cine silente. Y esto es verdaderamente triste, dado el elevado grado de brillantez que alcanzaron las películas durante ese período. De todas las artes, la cinematografía es la que con mayor celeridad ha logrado articular su lenguaje. Ninguna manifestación artística ha dado tantas obras maestras en tan corto período de tiempo. Pero mayor pena aún produce, el saber que hay una ingente cantidad de películas mudas que no han logrado superar las vicisitudes de la historia y los avatares del paso del tiempo, y se han perdido para siempre.
Leyendo estas pocas palabras iniciales seguro que ya sospecháis que esta, llamémosle reseña, es toda una reivindicación de esa gloriosa y excitante aventura que supuso la producción cinematográfica durante esa etapa que se inició con las famosas proyecciones de los hermanos Lumiere y que finalizó con el advenimiento de las películas sonoras. Un grupo de pioneros estaban dando forma a un nuevo arte, sentando los cimientos de un entretenimiento excepcional, a la sazón, mágico y misterioso. Estos creadores intuían que eran artífices de algo realmente novedoso y diferente que estaba deslumbrando al mundo entero, y ponían en ello toda su ilusión, todo su conocimiento e inventiva, todo su trabajo y toda su pasión. Eso queda muy bien reflejado en Estrellas fugaces, que es, os adelanto ya, una película de cine dentro del cine. La producción del Hollywood clásico de los años 30, 40 y 50 es mi favorita de toda la historia del séptimo arte. Pero cuanto mayor es mi acercamiento a las películas silentes, mayor es la admiración, el asombro y el placer que me produce la visión de estas últimas.
Las películas nacieron mudas. Y la carencia del sonido era una gran limitación para su desarrollo narrativo. Pero los precursores que se embarcaron en este viaje cargado de fantasía no eran conscientes de ello. Y nos contaban sus historias simplemente a través de la imagen. Los mejores directores de la historia del cine empezaron sus carreras con el cine silente, y tenían el secreto de los orígenes: Chaplin, Ford, Lubitsch, Lang, Vidor, Mizoguchi, Hitchcock...
Este silencio fue, al principio, un enorme inconveniente. Los primeros espectadores no soportaban entrar a una sala oscura a contemplar unas proyecciones que, en unas ocasiones no entendían y en otras les causaban extrañeza y hasta cierto temor. Esta ilusión óptica, en realidad debida a un fallo del ojo humano, la persistencia retiniana, era una nueva sensación a la que tuvieron que ir acostumbrándose los asistentes a estas incipientes proyecciones. Así que los responsables de estas primeras representaciones pronto empezaron a incluir acompañamientos musicales a las películas, consiguiendo sobre todo dos cosas: hacer mucho más llevadera la presencia del público que acudía a ver las primeras películas y disimular el enorme ruido que emitían los primitivos equipos de proyección. Además, cuando los primeros y avispados empresarios se percataron de que la inclusión de estos efectos musicales y sonoros mejoraban notablemente sus ingresos, empezaron a cuidar más esta faceta, alcanzado en ocasiones formidables agrupaciones musicales formados por varias personas. Inicialmente se utilizaban composiciones musicales ya existentes, pero pronto empezaron a surgir músicas ideadas para ser tocadas junto a una película determinada. La música de El nacimiento de una nación (David Wark Griffith, 1915), debida a Joseph Carl Briel y la de El acorazado Potemkin (Sergei M. Eisenstein, 1925) de Edmund Meisel, pueden considerarse como dos ejemplos fundacionales de las bandas sonoras tal y como las conocemos hoy en día. En algunas culturas, fundamentalmente la japonesa, apareció la figura de los katsuben, contadores de películas que reemplazaban la música por comentarios en directo relativos al film que se estaba proyectando. De esta manera, el sonido y la palabra, fueron compañeros de viaje del cine silente desde el inicio. En Estrellas fugaces queda reflejada fielmente esta circunstancia.
Si hay algo que me llama poderosamente la atención en esta película, es la temprana, madura y lúcida reflexión que nos ofrece sobre un arte y una industria que apenas contaba con tres décadas de existencia.
Shooting Stars desborda metacine por todos sus fotogramas. Es una película bellísima, llena de escenas cautivadoras que, vistas hoy día, suponen una atracción irresistible para cualquier amante del cine. Sus imágenes desprenden una mezcla de encanto, sensualidad y, sobre todo, una melancolía brutal. Además del cine como protagonista indiscutible, la obra de Anthony Asquith nos introduce también en temas universales como el amor, el inevitable paso del tiempo o la decadencia (física y de espíritu). Este ocaso que se nos muestra en la pantalla, concuerda muy bien con el título de la película: Estrellas fugaces. Este pequeño texto también pretende ser un merecido recuerdo de Anthony Asquith, un autor del que prácticamente no se habla en nuestros días, y que tiene una carrera extraordinaria, remarcada por títulos tan exquisitos como Pygmalion (1938), La versión Browning (1951) o La importancia de llamarse Ernesto (1952), además de la obra maestra que hoy nos ocupa. Asquith, provenía de una familia acomodada. Su padre, que llegó a ser primer ministro liberal británico, lo educó en Winchester y Oxford. Y pronto se sintió atraído por el oficio. Así que se marchó a Hollywood y allí pudo establecer contacto y conocer personalmente el trabajo de figuras de la talla de Douglas Fairbanks, Mary Pickford, Lillian Gish o Charles Chaplin. Es evidente que esa influencia queda reflejada en Shooting Stars.
En estos tiempos en que hemos desaprendido a mirar el cine mudo, es muy interesante fijar nuestra mirada en los orígenes. Ahí está todo. Me parece urgente seguir reivindicando aquellas gloriosas películas que sentaron los cimientos de todo cuanto se ha rodado con posterioridad. Es lógico e inevitables que todo lenguaje o narrativa evolucione. El cine no iba a ser menos. Pero, ahora que cada vez más voces autorizadas difunden la idea de que el cine actual está en crisis, decadencia, o como lo queramos llamar, yo me pregunto: ¿no puede ser que la razón de este declive sea que se ha dejado de poner el foco en el legado que los pioneros cinematográficos dejaron como herencia?.
Querido lector, incluso si no tienes demasiado contacto con las películas mudas o incluso piensas que son algo trasnochado y de otros tiempos, te animo a que veas este clásico imperecedero. Es una historia que se sigue con enorme facilidad, con pocos intertítulos, contada con una eficacia y transparencia narrativa encomiables y que no ha perdido ni un ápice de su frescura. Eso sí, soy de la opinión de que, para disfrutar en toda su dimensión del cine silente, hay que adoptar una mirada de cierta ingenuidad. Una mirada, me atrevería a decir, infantil. Verla con los ojos del corazón. Es una paradoja que, en estos tiempos de culto a la imagen, donde hemos perdido la capacidad de asombro y donde a la palabra cada vez se le da menos importancia, tengamos que recurrir a imágenes de otros tiempos para encontrar la pureza y la renovación. Estrellas fugaces es una película que despierta emoción por la sencillez y la autenticidad de la narrativa que nos propone.
Y si os gusta la experiencia, hay una inacabable lista de magníficas películas mudas, poco conocidas muchas de ellas, que os están esperando deseosas de ser contempladas: El tesoro de Arne (Mauritz Stiller, 1919), Los Espías (Fritz Lang, 1928), El legado tenebroso (Paul Leni, 1927), Siete ocasiones (Buster Keaton, 1925), El séptimo cielo (Frank Borzage, 1927), El amo de la casa (Carl Theodor Dreyer, 1925), La última orden (Josef Von Stenberg, 1928), Peter Pan (Herbert Brenon, 1924), El ladrón de Bagdad (Raoul Walsh, 1924), Las manos de Orlac (Robert Wiene, 1924), Cyrano de Bergerac (Augusto Genina, 1923), Amanecer (F.W. Murnau, 1927), Luces de la ciudad (Charles Chaplin, 1931)...
En fin, tampoco me voy a extender mucho más. Lo fundamental está dicho. Pero no quiero acabar sin pediros disculpas por dejarme llevar por mi apasionamiento. Eso siempre trae aparejado una falta de objetividad. Así que os dejo con el suspense. Con la duda de si esta película es tan buena como he intentado haceros creer, o no. Tendréis que descubrirlo y juzgar por vosotros mismos.
El hombre de Boston
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