EL COMIENZO
Nunca he podido certificar desde cuando estaba aquel primitivo Westinghouse en el salón de casa. Quizás desde antes de que yo pudiera tener uso de razón. Lo cierto es que aquel voluminoso pero, a la sazón, lujoso aparato de televisión está asociado a los mejores recuerdos de mi niñez. Después llegaron otros. Televisores, digo. Más modernos. Más estilosos. Incluso a color. Pero ninguno superaría ya la magia y el encanto de aquella primera pantalla a la aventura, la fantasía y el entretenimiento. Aún anda guardado en algún rincón perdido de casa. Cubierto de polvo. Olvidado. Igual que las grandes estrellas cuando se convertían en "veneno para la taquilla" e, irremediablemente, empezaban su nostálgico ocaso. Sin posibilidad de redención y, lo que es más triste, sin esperanza ninguna de que, cualquiera que lo contemplara, pudiera siquiera sospechar la grandeza, la alegría y la enorme satisfacción que ese pesado televisor llegó a desprender mucho tiempo atrás.
Para un niño de un pequeño pueblo de provincia, donde la asistencia a una sala de cine fue durante demasiado tiempo un sueño imposible de cumplir, ese aparatoso y, ciertamente no muy bonito Westinghouse, era motivo suficiente para considerarse afortunado. Allí descubrí el cine en toda su grandeza. Allí se manifestó con todo su encanto y esplendor. Y allí desplegó su magia irresistible. Jamás olvidaré aquel mítico y tristemente desaparecido programa "Sesión de tarde", que ya no recuerdo si era emitido por el VHF (Muy alta frecuencia) o el UHF (Ultra alta frecuencia). Lo que no olvidaré jamás es la cita que yo tenía con él cada sábado por la tarde al filo de las tres y media. En aquel vetusto escenario la magia de la películas traspaso la recia pantalla. Y allí tuvo su inicio y se afianzó mi amor por el séptimo arte. Un amor etéreo y eterno. De eso que iluminan las pupilas y nos alteran los sentidos.
El cine, bueno, para ser más exactos, las películas, fueron durante mucho tiempo unas fieles compañeras que me sorprendieron, me emocionaron y me alegraron la vida en aquellos, ya lejanos años. Digo las películas porque, en aquellos momentos yo no sabía quien diantres eran John Ford o Fritz Lang, o qué significado tenía el movimiento neorrealista o el expresionismo alemán. Sí, creo que es acertado decir que me enamoré de las películas y, a través de ellas, del cine.

También estaba la "Sesión de noche" que, como su nombre indica, se emitía en horario nocturno. Pero a esa ya no solía tener yo fácil acceso... Sobre todo, si aparecía alguno de los dos rombos con los que solían aparecer catalogadas las películas según si eran o no toleradas para menores. Entonces se nos mandaba directamente a la cama. Y así fui creciendo con la terrible sensación de que aquellas emisiones trasnochadoras eran algo desaconsejable y malísimo. Mucho cine después pude tomar conciencia de que esto no era así. Pero claro, las películas ya me las había perdido...
El caso es que cada sábado aparecía puntualmente una joya del cine que, inexorablemente, me transportaba a un mundo de aventura, ensoñación, magia, entretenimiento y fantasía. Tan pronto hacían su aparición los alocados y surrealistas Hermanos Marx destrozando a hachazos los vagones de un tren, como Esther Williams en uno de sus perfectos y lucidos números de baile acuáticos o John Wayne con su porte elegante, aunque un tanto desgarbado, desafiando al mismísimo Liberty Valance.
En este inexcusable encuentro, también aprendí a amar el cine de géneros: el western, el musical, el cine de aventuras, las comedias, el cine bélico... ¡¡Cuantos buenos recuerdos tengo asociados a esa feliz etapa de mi vida!! ¡¡Qué universo más enriquecedor y entretenido poblaba la imaginación de un niño de tan corta edad!!
- ¡Apaches Mezcaleros¡ ¡¡Los carros a las rocas!!
- Oh no, no fueron los aviones. Fue la belleza la que mató a la bestia.
- ¡Traed madera, traed madera! ¡¡Es la guerra!!
- La primera vez que bebió agua en veinte años y lo hizo por accidente.
- Lo lamentará hasta el día de su muerte, si es que vive hasta entonces.
- Dios, te lo suplico: concédeme volver a vivir.
- ¡Doblones de a ocho! ¡Doblones de a ocho!
- No me hable de reglas. Esto es una guerra... no una partida de cricket.
- ¡Libertad! ¡Libre después de dos mil años!

¡Cuantas escenas y líneas de diálogo quedaron fijadas en mi memoria para siempre! ¡Qué cantidad de personajes, de leyendas y de relatos, casi siempre lejanos y exóticos, pasaron a formar parte de mi bagaje cinematográfico desde tan temprano edad! En esta mítica "Sesión de tarde" se sucedían los títulos gloriosos uno tras otro: El mago de Oz (Wizard of Oz, 1939. Victor Fleming), Horizontes perdidos (Lost Horizon, 1937. Frank Capra), Tarzán en Nueva York (Tarzan's New York adventure, 1942. Richard Thorpe), Capitanes intrépidos (Captains courageous, 1937. Victor Fleming), Sombrero de Copa (Top hat, 1935. Mark Sandrich), Gunga Din (1939, George Stevens), Río Rojo (Red river, 1948. Howard Hawks, Arthur Rosson), Viaje al centro de la tierra (Journey to the center of the earth, 1959. Henry Levin)... La lista, lógicamente, sería interminable. Todas ellas, por supuesto, en el estricto blanco y negro que permitía el Westinghouse. Los sueños que en mí producían todas estas hermosas y brillantes películas, ya si que eran a todo color. ¡Y hasta en Cinemascope, me atrevo a decir!
Las de aventuras eran de mis preferidas. Stewart Granger era un habitual de aquella "Primera Sesión". Concretamente El prisionero de Zenda (The prisioner of Zenda, 1952. Richard Thorpe) siempre fue una de mis predilectas. Un paradigma del cine de capa y espada en un lujoso Tecnicolor que como ya he dicho, solo podía percibir en mi imaginación, y con un final maravilloso y perfecto pero que era difícil de asimilar para un niño de corta edad: el héroe se quedaba sin la chica y el malo sin castigo. Pero además estaban Las minas del Rey Salomón (King Solomon's mines, 1950. Andrew Marton, Compton Benett), Scaramouche (1952, George Sidney), Todos los hermanos eran valientes (All the brothers were valiant, 1953. Richard Thorpe)...

El western era otro género que me sedujo desde el primer momento. Aquellos tipos duros sin temor a nada que desenfundaban tan rápido y que se dividían en dos: los bondadosos y defensores de la moral y la ley, y los villanos sin ningún tipo de escrúpulos y con grandes espuelas en sus botas. Y luego estaban los indios, que siempre eran los malos de la película, y nunca mejor dicho. Cuando fui creciendo en películas, lecturas y comprensión de la realidad pude adivinar que aquella presentación simplista de los personajes y arquetipos no era precisamente muy realista. Cabalgadas polvorientas, duelos a muerte, estampidas, sombreros de ala ancha, el Séptimo de Caballería, diligencias, chicas de Salón, Comanches, Colts 45... Recuerdo con perfecta nitidez títulos como Caravana de mujeres (Westward the women, 1951. William A. Wellman), Winchester 73 (1950, Anthony Mann) o Fort Apache (1948, John Ford).
Y qué decir de las comedias. Aún me deleito recordando escenas como la de la aspiradora y Jerry Lewis en Lío en los grandes almacenes (Who's minding the store?, 1963. Frank Tashlin), el reconocimiento médico de Margaret Dumont por los Hermanos Marx en Un día en las carreras (A day at the races, 1937. Sam Wood) o los interminables gags y desastres de Stan Lauren y Oliver Hardy, popularmente conocidos como El gordo y el flaco.
Lo cierto es que me pasaría horas y horas haciendo memorias de aquella feliz etapa en la que, como decía más arriba, descubrí el amor al cine y a las películas, y que despertaron en mi alma de chiquillo una gran curiosidad hacia otras artes como la música o la literatura. El viejo Westinghouse en blanco y negro ha devenido en panorámica de último modelo, pero el amor incondicional por el séptimo arte no ha hecho sino consolidarse y crecer sin medida ni límite. Cada vez más maduro y pasional.
Entiendo que todo esto que aquí expongo pueda sonar incomprensible y de nulo interés para la mayoría. Pero los que ya tengan una cierta edad y además amen, no digo ya el cine, si no la cultura, quizás puedan comprenderme un poco mejor y mostrarse más receptivos a estas sencillas líneas que únicamente tienen como objetivo mostrar mi justo agradecimiento a tantas y tantas obras inolvidables que despertaron mi imaginación, llevándola hasta límites insospechados. Y que fueron las responsables de mi cariño y mi entrega al séptimo arte.
Un viaje apasionante e intenso que todavía continúa, como espero que podáis ir comprobando, los que tengáis a bien acompañarme en este espacio donde hablaremos del cine de tu vida. Y más.
Ay¡¡¡, "Los mejores años de nuestra vida", que lejos han quedado en estos "Tiempos Modernos" en los que, más importante que "Ser o no ser", es discurrir por "Senderos de gloria"... Esperaremos un nuevo "Amanecer", pero no dejaremos de proclamar que "la vida es bella". Gracias, entre otras cosas, al cine y a las películas.
El hombre de Boston
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