El paseo por Paco Sepúlveda

Paco Sepúlveda es licenciado en Derecho. Es un cinéfilo pasional, con una memoria fotográfica para las películas. Además, domina de una manera asombrosa los relatos cortos, dotándolos de una profundidad narrativa envidiable. Sus textos poseen un magnífico sentido del ritmo y unas, más que evidentes, connotaciones cinematográficas, logrando atrapar al lector, inexorablemente, en el universo de sus narraciones. Si os gusta el cine, no os perdáis su libro ROUTE 66, FILA 7, de la editorial Exlibric. 


EL PASEO




Sólo llevaba caminando unos minutos y ya se estaba sintiendo incómodo.

Días atrás había empezado a notar el desgaste de las suelas, hasta el punto de que podía averiguar la estancia en la que se encontraba con los ojos cerrados, tan sólo por la pisada. Fue posponiendo el remedio y ahora se encontraba con una molestia que le estaba fastidiando más de lo deseable el paseo diario.

Se lamentó de su poca pericia para esa clase de arreglos caseros. Nunca había sido demasiado habilidoso, y esa carencia no le había supuesto hasta ahora una preocupación excesiva. Es más, durante su juventud y parte de su madurez se jactaba de ser un tipo poco práctico, amparado en la convicción de que el pragmatismo se encontraba en el extremo opuesto de la reflexión profunda.

Únicamente la audaz inconsciencia de los pocos años podía justificar la torpeza como un rasgo de sabiduría y ahora, en su vejez, procuraba esmerarse en aprender todo aquello que no se suele enseñar pero que puede procurarte una vida más fácil.

En los diez últimos años había aprendido a coser, a trabajar la madera y a encuadernar de forma artesana. Incluso había hecho sus pinitos en el difícil mundo de la mecánica. No podía evitar una sonrisa al recordar su infancia, caracterizada por el desinterés hacia las labores manuales, hasta el punto de contratar con parte de su paga los servicios de su hermano, su opuesto en cuanto a dichas habilidades, para el simple trámite de arreglar un pinchazo o engrasar una cadena.

Si su bicicleta estaba siempre en perfecto estado de revista era gracias a una ventajosa combinación de mercantilismo y amor filial.

Mientras caminaba, sintiendo en el rostro la caricia del sol de la mañana, pensaba en la asincronía de la existencia: ahora que poseía las habilidades, carecía del instrumento. Hacía décadas que dejó de montar en bici, debido a las circunstancias, y el hecho de aprender materias a las que no podría aplicar un aprovechamiento le pareció una manera de recuperar el antiguo espíritu juvenil y combatir al pragmatismo desde dentro.

El trabajo con las manos no constituía el único hecho diferencial con su yo más joven. También dedicaba un tiempo diario a la lectura que practicaba con la avidez del que quiere recuperar el tiempo perdido tras una infancia y juventud caracterizadas por el predominio de lo sensorial. En su adolescencia, no había deporte que no practicara ni algarabía en la que no participara. Rechazaba de plano todo lo que de bueno podía aprovechar de la experiencia ajena a través de los libros y, en un considerable ejercicio de soberbia ignorante, se veía con la inteligencia suficiente para resolver las dudas que le fueran surgiendo a través de la intuición y la introspección.

Nada que ver con su actual situación, en la que cualquier jornada estaba programada hasta el detalle con un abanico de actividades entre las que no podía faltar la sesión diaria de lectura de los clásicos.

Hacía unos años que había descubierto a los escritores rusos del XIX, y estos sustituyeron a los realistas franceses en la cima del podio de sus preferencias. Gógol en concreto le había impactado de una manera notable, y el ejemplar de sus cuentos completos constituía uno de sus pasatiempos favoritos: escogía una página al azar, leía la primera línea, cerraba el libro y continuaba con el relato declamando para sí las frases que el divino ruso había dejado negro sobre blanco.

Si de algo disponía, era de tiempo. Y procuraba emplearlo con aprovechamiento. Mientras paseaba, ya sintiendo el cosquilleo de un sol excesivo para la época, organizaba la jornada respecto a los trámites que dependían de su voluntad. Una vida ordenada. Un cambio radical en el último tramo de su viaje que le había regalado una perspectiva nueva sobre su devenir.

Por ejemplo, el paseo matutino.

Al principio lo tomó como una obligación para evitar el anquilosamiento. Con el paso de los años fue descubriendo las bondades del ejercicio moderado, que le permitía disfrutar del sol de la mañana y constituía un marco fantástico para rellenar el papel en blanco de sus ocupaciones.

Un paseo de una hora exacta de duración en la que caminaba con un ritmo medido que oscilaba entre el paso militar y la marcha atlética. Consideraba que la velocidad en el paso iba pareja a la del pensamiento, hasta el punto de que a veces tenía que ralentizar el ritmo, más afectado por la fatiga mental que por el cansancio físico.

Espoleado por la inercia de su cuerpo en movimiento, mientras construía el índice de sus próximos quehaceres, cayó en la cuenta de que era su cumpleaños.

Aflojó el paso ante la llegada del inesperado descubrimiento, vislumbró el nuevo número en su historial y no pudo evitar que su pensamiento se deslizara hacia el recuerdo de sus hijos. Hacía ya más de seis años que habían dejado de visitarlo y, aunque no se veía con el derecho de reprocharles su comportamiento, no pudo evitar un ligero estremecimiento que provocó que volviera a aligerar el paso de manera inconsciente, quién sabe si para expulsar un pensamiento doloroso que no estaba previsto en el orden del día.

El pensamiento permaneció, obstinado, y le trajo a la memoria las celebraciones de sus cumpleaños en casa, cuando sus hijos aún eran pequeños. Gozaba por entonces de un considerable estatus profesional al que acompañaba una situación económica más que holgada, así que acudía toda la famila y parte del vecindario. Las risas y chillidos infantiles eran la banda sonora de las celebraciones en la casa grande, que se prolongaban hasta bien entrada la noche, y que le procuraban una categoría de patriarca que le colocaba varios pasos por delante de su padre, hombre pusilánime y pobre de espíritu del que nunca sacó una buena enseñanza.

De sus comienzos como aprendiz hasta la presidencia de la empresa habían transcurrido unos años de total entrega en el trabajo, en los que había demostrado una visión inusual para el negocio y un olfato privilegiado para manejar los tiempos.

No solo se hizo con la presidencia, sino que llevó a la empresa a unas cotas nunca vistas, con la diversificación por bandera para evitar jugar todo a la misma carta y rodeándose de un equipo de la más absoluta confianza.

Avergonzado de un padre carente de ambiciones y que pasaba por el mundo como un mero paseante, hizo todo lo posible para borrar el rastro paterno, hasta el punto de considerarse producto de una generación espontánea y materializar la voluntaria orfandad con un cómodo destierro. Su padre, encantado con la idea de una vida regalada en una ciudad costera en la que la única decisión a tomar era la que lo enfrentaba al mando a distancia de la televisión, no opuso resistencia alguna,, y fue la primera vez en la que su conformismo hizo feliz a su hijo.

Se encontraba a mitad de su paseo y ya empezaba a notar cómo la arenisca había atravesado parte de las suelas y peleaba por hacerse con un espacio dentro de las zapatillas. El roce de las plantas de los pies con el terreno aún no era total, pero sí lo suficientemente incómodo, y le provocó apretar el paso con la intención inconsciente de acabar con la desazón a través de la velocidad y la fuerza en la pisada.

El calor ya estaba haciendo estragos y se sumaba al catálogo de incomodidades, volviendo cada vez más oscuras sus evocaciones, que le llevaron inevitablemente al recuerdo de su esposa.

No recordaba cuál había sido la última vez en que había pensado en ella, pero probablemente habría que remontarse justo un año antes, ya que se dio cuenta de que el hilado de recuerdos como consecuencia de la llegada de cada nuevo cumpleaños constituía un guion recurrente que dominaba su mente con la inercia de lo muchas veces repetido.

No siempre había sido así. Los primeros años, por razones obvias y muy alejadas del amor, no había un momento del día en que no pensara en ella. Pero la mente, prodigioso mecanismo, se acomodó a las circunstancias como el guante a la mano, y fue menguando el tiempo que dedicaba a su memoria hasta que se convirtió en una sombra de la que a veces incluso le costaba recordar el rostro.

Sin embargo, la llegada de cada nuevo cumpleaños, en la repetición del itinerario de recuerdos, le volvía a traer la figura de su esposa con una nitidez tal que sería capaz de dibujarla reflejando hasta el más mínimo detalle.

Bien era cierto que su padre simbolizaba todo lo que él detestaba en cuanto a un carácter apocado y carente de ambición alguna, y que el sentimiento que le provocaba estaba dominado por el asco y la lástima. Pero nunca lo había odiado.

Con su esposa era distinto.

Había sido así desde el principio, ya que la razón de su compromiso no fue otra que la posibilidad de ascender en la empresa que con el paso de los años estaba destinada a ser suya, pero que en ese momento pertenecía al padre de ella, un emprendedor de la vieja escuela que valoraba por encima de todo el empuje y la determinación.

El viejo, con un ojo clínico para el potencial ajeno, se fijó en el aprendiz recién llegado que trabajaba en una hora lo que los demás empleados en toda una jornada. Reconociéndose en el muchacho, no solo lo ascendió en un tiempo récord a jefe de sección, sino que empezó a entablar con él una relación de sincero afecto y lo trató como  el hijo varón que nunca tuvo.

No se le ocurrió otra manera de afianzar esos lazos que la de presentarle a su hija, una mujer apocada, dedicada por completo a las labores del hogar y ciertamente poco agraciada, que vivía con él desde que su esposa murió cuando la chica era aún muy pequeña.

Después de una reunión de departamentos, el anciano quiso que él se quedara para tratar de su futuro. Le dibujó un panorama francamente ilusionante en el que, en unos años, se encontraría al frente de la empresa, ofreciéndole desde ya y como garantía un puesto en el consejo de administración. La aparición del nombre de su hija en una conversación que versaba sobre su futuro profesional no hizo sino confirmar lo que ya sospechaba acerca de las intenciones del viejo, y espoleado por la promesa de un brillante porvenir selló con un apretón de manos lo que no era otra cosa sino un matrimonio de conveniencia.

Una sensación de náusea le hizo detener el paso, no sólo por el rechazo que sentía ante el recuerdo que estaba recreando. El calor empezaba a apretar de veras, así que sacó su pañuelo, se secó el sudor de la cara, se quitó la camisa y la anudó a la cintura dejando sus brazos al descubierto, ofreciendo ante un sol de justicia la única defensa de la camiseta interior.

Siguió la marcha después de la parada, y de la misma manera continuó con el curso cronológico de sus pensamientos: el breve noviazgo, la boda, los hijos en común, los silencios, la repulsión... No sólo se trataba de una mujer que no tenía ningún atributo físico agradable, sino que era incapaz de entablar una conversación que tuviera un mínimo de interés.

A veces pensaba que estaba pagando demasiado caro el precio de su prosperidad, pero solo era cuestión de tiempo que la situación cambiara. Su suegro, ya octogenario, no duraría eternamente. Sin embargo, hasta que la biología hiciera su trabajo, el anciano todavía tenía la fuerza suficiente para cambiar las tornas en el consejo de administración. Cierto que nombró presidente a su yerno, pero este no tendría el poder absoluto de la empresa hasta que el suegro desapareciera, ya que este poseía más del cincuenta por ciento de la sociedad, pudiendo echar abajo cualquier decisión del consejo con la que no estuviera de acuerdo.

Ya había dispuesto el viejo que, una vez que desapareciera, su yerno tendría el absoluto control de la empresa. Así que lo único que tenía que hacer era esperar.

De cara a la galería, su matrimonio era un remanso de paz y ejemplaridad, tal era su don para el disimulo. Pero más grande era la estupidez de su esposa que, a pesar de las ausencias, los silencios y la absoluta ausencia de sexo después de su tercer hijo, todavía no se daba cuenta de que lo que la ceguera ajena consideraba un amor tierno y sincero no era otra cosa que un asco profundo que no hacía más que crecer con el paso de los años.

Caminando cada vez más rápido con un gesto de repugnancia que le deformaba la boca, fue poco a poco aminorando el paso y rebajando el compás de su latido al recordar el rostro de Laura.

Nunca había querido disponer de una secretaria, puesto que estaba convencido de que el ejercicio del poder debía ser opaco, pero no pudo rehusar a hacer las correspondientes entrevistas cuando la junta se empeñó en que debía delegar al menos el papeleo más intrascendente y así descargarse en cierta medida de la ingente cantidad de trabajo.

En cuanto vio a Laura, lo tuvo claro. Había decidido que el puesto era suyo antes de que abriera la boca. El resto de la entrevista no hizo sino confirmarle el acierto de su intuición, encontrando en aquella chica de apenas veinte años una fuente de belleza y desparpajo muy alejada de lo que tenía en casa.

No tardaron en llegar las primeras citas clandestinas, y rápidamente quedó instaurado como sede fija de sus encuentros un motel del extrarradio alejado de la posibilidad de testigos indeseados.

La atracción que sentía por Laura crecía día a día en la misma proporción al rechazo que sentía por su  mujer. Su vida empezaba en la oficina, continuaba en el motel de sus encuentros y acababa en cuanto giraba la llave de la puerta de vuelta a casa.

Pronto llegaron buenas noticias para él: su suegro estaba gravemente enfermo. Él mismo le comunicó el diagnóstico. Aparentemente se encontraba con un buen aspecto dentro de sus muchos años, pero un cáncer de estómago lo estaba devorando por dentro. Quería dejar todo bien atado y el primer paso consistía en ir preparando la sucesión al frente del consejo de administración. Por fin la presidencia iba a dejar de ser una medalla en la solapa sin una fuerza ejecutiva. Iba a ejercer un poder absoluto en la empresa.

Se citó con Laura para verse en el motel al caer la noche y antes pasó por casa para asearse y cambiarse. Había mucho que celebrar y se encontraba en un estado de excitación desconocido para él. Su vida estaba a punto de dar un giro absoluto en el que a la buena nueva profesional acompañaba la liberación de la falacia de su matrimonio y la ilusión de un futuro junto a Laura.

Lo primero que encontró cuando cruzó el umbral de la puerta fue a su mujer llorando echada sobre el brazo del sofá. Comprendió que, al igual que su suegro le había puesto al tanto de su estado de salud, también debía de haberlo hecho con su hija.

La casa estaba en silencio, pues los niños se encontraban de campamentos. Ella no lo había oído entrar y él, haciendo un esfuerzo supremo, se puso en el papel de marido tierno y comprensivo y le cogió de los hombros para incorporarla con suavidad.

Ella pegó un respingo ante la inesperada presencia de su marido y se puso en pie dirigiéndole una mirada negra como el carbón. Por una fracción de segundo se le pasó por la cabeza que era la primera vez que la veía bella.

Se le quedó mirando sin pestañear, pero con los ojos anegados en lágrimas, ridículamente erguida, quedando en esa postura durante unos segundos interminables, hasta que alzó su mano derecha y arrojó sobre el sofá el contenido de la carpeta que sostenía. 

El sofá se vistió de un collage de imágenes de Laura y él saliendo del motel.

"Y olvídate de la empresa".

Allí estaba ella, la mosquita muerta, mirándolo desafiante, mostrando una cara que había mantenida oculta hasta que se le presentó la oportunidad de destrozarlo. La esposa sumisa, que había encargado que un detective siguiera a su marido al salir del trabajo. La mujer inepta que se creía con el derecho de arrebatarle sus ilusiones y que le estaba anunciando con una frialdad glacial que había muerto sin remedio la esperanza de un futuro feliz.

Todo pasó muy rápido, o al menos así lo recordaba. Los gritos, el forcejeo, sus rodillas inmovilizando los brazos de ella mientras se revolvía boca arriba tumbada en el suelo.

Y los golpes en la cabeza con el teléfono fijo, dibujando proyectiles de sangre en el aire hasta dejar el hueso al descubierto.

Luego, el silencio.

No solo le sacó del caudal de los recuerdos su estado de total agitación, sino también la traslación de la sangre del pasado hacia el presente, al comprobar que iba dejando dos regueros provocados por la ausencia ya casi completa de la suela y el contacto de las plantas de los pies con la arenisca.

Se acercó a la fuente del patio, empapó bien el pañuelo y se refrescó el cuello para serenarse.

Cuando recobró la calma, recompuso mentalmente el orden del día. No pudo evitar una sonrisa ante la ilusión que le provocaba comenzar a la tarde con el taller de alfarería.

Justo al tiempo en que la sirena anunciaba el cambio de guardia abandonó el patio con cuidado de no lastimarse más los pies y, después de proveerse de vendas y alcohol en el dispensario, se dirigió de nuevo a su celda.


PACO SEPúLVEDA



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