Paco Sepúlveda es licenciado en Derecho. Es un cinéfilo pasional, con una memoria fotográfica para las películas. Además, domina de una manera asombrosa los relatos cortos, dotándolos de una profundidad narrativa envidiable. Sus textos poseen un magnífico sentido del ritmo y unas, más que evidentes, connotaciones cinematográficas, logrando atrapar al lector, inexorablemente, en el universo de sus narraciones. Si os gusta el cine, no os perdáis su libro ROUTE 66, FILA 7, de la editorial Exlibric.
TELÓN
Aún quedaba una hora para el comienzo de la función, pero ya estaba sentada frente al espejo de la mesita del camerino. Nunca había consentido que las maquilladoras hicieran su trabajo, y esa negativa suponía la incorporación de otro gremio más a la lista de enemistades que había ido forjando a lo largo de cuarenta años de carrera. El exceso de luz de los encargados de los focos, la mala sincronización de los tramoyistas, la falta de criterio del atrezo, la parsimonia del departamento de vestuario... No había nadie en el oficio que no hubiera tenido un tropiezo con ella.
No siempre había sido así. Cuando llegó a la ciudad y le ofrecieron los primeros trabajos como figurante desarrolló en poco tiempo una adicción a las tablas que se traducía en una agradecida amabilidad con la familia del teatro. La misma apariencia imponente que le procuró pequeños roles de figuración fue la que le alejó de ellos al comprobar los empresarios que esa presencia iba acompañada de una bonita voz y una cabeza bien amueblada. Al poco tiempo llegaron pequeños papeles con frase, que dieron paso a importantes secundarios y desembocaron en su primer protagonista a los dos años de aterrizar en el mundillo. En un tiempo récord pasó de ser una más haciendo bulto a la novedad más solicitada en los circuitos de la época, y esa misma progresión hacia la cúspide vino acompañada de los primeros desplantes a los profesionales con los que trabajaba, justificados en la íntima convicción de saberse superior.
Mientras abría los botes de los potingues, echó un vistazo a las fotos pegadas en el marco del espejo y no pudo evitar esbozar una sonrisa al contemplar la de mayor tamaño, que ya amarilleaba. Un galán otoñal enseñaba su impecable dentadura en la típica foto de estudio, que llevaba en el margen inferior derecho una dedicatoria a la que la saliva del tiempo había corrido la tinta. Daba igual. La recordaba perfectamente: "A mi adorada Ana. Por la eternidad del esplendor". No puedo evitar soltar una carcajada ante la típica boutade de Mario, la mayor gloria del teatro de la época que la metió en su cama el primer día en que coincidieron en escena.
La gran diferencia de edad y una adicción al alcohol poco recomendable para el vigor requerido en las artes amatorias propiciaron el tránsito de amante a protector, y no solo le enseñó todos los trucos del oficio, sino que fue el que inoculó en ella el sentido de pertenencia a una clase aparte. La de los tocados por el genio.
Su pigmalión tuvo una muerte a la altura de su vida, y murió de una certera puñalada por un lance de juego. El entierro congregó a la élite teatral de la época. Ella, tocada con un velo negro y sinceramente afectada, recibió los pésames como si de la viuda se tratara. Así, a su cada vez más reconocida valía sobre las tablas, añadió un plus de prestigio por su conocida proximidad al desaparecido galán, y fue ese el momento en que se dio cuenta de que había ocasiones en que las cifras que precedían a la firma de los contratos dependían no solo de su entrega en escena, sino de razones mucho más frívolas y perentorias.
Mientras empezaba a embadurnarse la cara, posó la mirada en el recorte de periódico que destacaba justo debajo de la foto de Mario. Tampoco le haría falta coger las gafas de cerca para recordar el pie de la letra el contenido de la única crítica negativa de su trayectoria. Cierto que su interpretación de "Fedra" en el Central no fue una cúspide en su carrera, pero incluso en un trabajo a medio gas seguía estando muy por encima de sus contemporáneas. No es que íntimamente estuviera en desacuerdo con la aguda crónica de un crítico que supo ver los mínimos tics que solo ella creía conocer, pero no podía consentir que nadie abriera la veda para mancillar una hoja de ruta que hasta el momento era impecable. Así que hizo uso de todas sus influencias no solo para que el mismo diario publicara al día siguiente otra crítica esta vez elogiosa, sino que no se detuvo hasta que el osado cronista fue despedido, e incluso puso todo su empeño en que no volviera a conseguir trabajo en ningún diario de la ciudad.
La evocación de esa maniobra le hizo contraer los labios en una inesperada y desagradable mueca. Era tal el control que le había proporcionado el oficio que aún le sorprendía la constatación en el espejo de un gesto no calculado, que era más la expresión de un disgusto que la súbita aparición de un amago de mala conciencia. Cuando terminó de aplicarse el rímel se levantó de la silla y se dirigió al armario de las pelucas. Aún le llegaba el eco de la risa de su hija probándose los postizos en los tiempos en que, aún niña, la visitaba en el camerino.
Fruto de un fugaz revolcón con un dramaturgo que estaba de paso, desechó desde el primer momento la idea del aborto. Mantuvo al padre en la ignorancia del suceso y sacó adelante a su hija sin una figura paterna, pero con la ayuda de amas de cría, sirvientas y demás personal de servicio que acompañaba a la niña durante las interminables giras de su madre. Era lógico que la causa de la ausencia de la madre fuera objeto de la curiosidad de la hija, así que pasó la infancia siguiendo su trayectoria a través de las publicaciones de la época. El paso siguiente, ya terminado el bachillerato, fue el de asistir a todos los estrenos semanales de los teatros de la ciudad, y fue postergando el ingreso en la universidad hasta que tomó la decisión de seguir la tradición familiar.
Después de una gira de cuatro meses, no esperó ni a que su madre deshiciera las maletas para comunicarle la noticia. La chica entrelazó una razón tras otra en un discurso lleno de emoción y referencias a supuestas pasiones comunes. Su madre calló hasta que su hija finalizó su argumentación, le clavó la mirada más terrible de su repertorio y respondió al apasionado alegato con una sola palabra: "No".
La rebeldía juvenil se alió con una heredada determinación y, haciendo caso omiso de la desaprobación materna, comenzó a intervenir en pequeñas obras del circuito amateur, y el boca-oreja se extendió por la ciudad destacando la soltura de la hija de la estrella. Estaba claro que no había escogido bien la vía para echar abajo los anhelos de su hija, así que preparó un plan a medio plazo. En un período de descanso entre giras, habló con el empresario encargado de uno de los teatros de mayor renombre, a quien había hecho rico, y concretaron un espacio entre fechas para una obra que aún no estaba elegida, pero de la que su hija tendría el papel protagonista. Ese era el segundo paso. Escoger una obra que le viniera grande. La veía con aptitudes para "La gaviota": sin duda sería una buena Nina. Pensó en "Hamlet" y no le parecía descabellado que pudiera ofrecer una Ofelia pasable. Pero sabía que nadie estaría tan loco como para darle el papel de Lady Macbeth a una encantadora chica de apenas veinte años con el único bagaje de una corta experiencia en el circuito amateur y una gira de tres semanas por ciudades de provincia.
Perpetró el amaño con la intervención de profesionales de medio pelo en la dirección y la escenografía, y para el resto del reparto consiguió que el empresario contratara a un grupo de actores de poca o nula experiencia. Anunció la producción en los diarios ejerciendo el rol de madre orgullosa, dejando bien claro que la chica había conseguido el papel gracias a su propio empeño y que ella nada tenía que ver. Le contó a la chica el proyecto a la par que lo hizo público: "Alicia, vas a ser Lady Macbeth". Tras un primer momento de pánico, la ilusión por el envite y la pasión de los veinte años pudieron con las reticencias iniciales. La elección de una fecha demasiado precipitada era parte del plan, buscando que su hija tirase la toalla y así poder acusarla de una imperdonable falta de profesionalidad. Pero la obstinación de la joven superaba con mucho a sus miedos, así que tuvo que utilizar otro camino para conseguir el resultado deseado.
Estuvo presente en todos los ensayos en que intervenía la chica. Cuando veía que el director, un carcamal medio ciego que llevaba décadas sin estrenar en un teatro de más de treinta butacas, le daba a la joven algún consejo que se alejaba con creces del gesto o entonación requerido para la escena, ella se aguantaba la risa y lo dejaba estar. Cuando, por el contrario, veía que el director, en un destello de lucidez, daba con la tecla adecuada respecto a lo que Alicia tenía que hacer con el personaje en un determinado momento, al llegar a casa instruía a su hija con vehemencia advirtiéndole de lo que para ella era una directriz descabellada. No bastándole con eso le proporcionó, como una secreta transmisión familiar, algunos trucos faltos de sentido ante los que la chica, después de una primera reacción de extrañeza provocada por un talento intuitivo, entraba al capote con la absoluta confianza de la que es a la vez hija y admiradora.
El plan resultó según lo previsto: las críticas del día siguiente al estreno fueron poco menos que humillantes, y la conclusión general fue que, en una producción realmente pobre y poco cuidada, Alicia Solís destacaba especialmente de manera negativa como una Lady Macbeth gritona y desaforada que había confundido la oscura maldad del personaje con los aspavientos de una histérica alucinada. A su madre, que la abrazaba fingiendo preocupación por su desconsuelo, le brillaba la malicia en los ojos mientras en el brazo del sillón observaba el hiriente título de una de las críticas: "El talento no se hereda". Después de algún otro infructuoso intento por ser de nuevo parte de algún plantel que la madre evitó con el infalible remedio del dinero, Alicia buscó otro camino, que pasó por el matrimonio con un ingeniero bien situado con el que tuvo tres hijos, y una nueva vida que no pudo evitarle una pátina de tristeza en la mirada que ya le acompañaría para siempre.
Frente al espejo, con la peluca ya colocada y dándose los últimos retoques, se detuvo a observar el negro pozo de sus iris que, sin duda, contribuía tanto a la aportación de un plus de fuerza en escena como a la infinita capacidad de intimidación de la que se sabía poseedora y que le había abierto los caminos a los que no pudo acceder por la razón o por el dinero. Se encendió un cigarrillo sin dejar de mirarse, mientras observaba ahora las ramificaciones sanguíneas de la esclerótica, que sumadas a la oscuridad absoluta del iris le produjeron un efecto tan perturbador que saltó del asiento como un resorte.
En ese momento, se encendió la luz del camerino que anunciaba la cuenta atrás de cinco minutos para el inicio de la función. Recuperó la calma en un veloz ejercicio de autocontrol y se dirigió al bolsillo del abrigo, del que sacó un bote de pastillas. Recordó las palabras del médico: "Con dos basta". Cogió dos pastillas y se las tragó con un sorbo de agua. También recordó que, en veinte minutos, el desenlace sería fatal. Una suma escandalosa de dinero había sido suficiente para que el doctor olvidara el juramento hipocrático, y entre los dos escogieron el veneno que más se ajustaba a sus intenciones. Una ponzoña tan eficaz que tenía efectos irreversibles desde la ingestión, que provocaba la muerte segura en unos veinte minutos y contra la que no valía ningún antídoto. Unas cuantas noches atrás, desvelada en la cama, vio con claridad que no le quedaban metas por cumplir. Lo había conseguido todo en el teatro: prestigio, dinero y todos los premios del oficio. Había interpretado a las más grandes protagonistas y había anulado cualquier otra incidencia de su vida que no tuviera que ver con las tablas. Renunció al amor de pareja de una manera consciente, e incluso el natural amor a su hija desapareció como por encanto cuando la chica mezcló familia y trabajo en un estúpido intento de llegar a acercarse siqueira a la estatura de la madre. El haberlo conseguido todo no era la única razón. Ella era la única dueña de su destino. Lo fue así en la vida y lo sería en su muerte. No estaba sometida a las mismas leyes que el resto. Por que ella no era en realidad la gran Ana Solís. Ella era Medea. Era Nora. Era Fedra. Era Nina, Desdémona y Bernarda Alba. Era la Lady Macbeth que nunca podría llegar a ser la ridícula aprendiz de su hija.
Y como dueña que era de su destino había decidido que el fin de su camino tuviera lugar en el escenario. Era grande y moriría de una manera grande, y había escogido un monólogo para que nadie pudiera hacerle sombra en el esplendor de su despedida. Vio de nuevo encenderse la luz de la alarma avisando de que ya debía dirigirse a escena. Notó un ligero aturdimiento que le anunció que el veneno ya comenzaba a hacer efecto. Dirigió una última mirada al espejo que le devolvió una imagen de triunfo que consiguió el milagro de conmoverla por unos segundos.
Así, firme y altiva, salió del camerino enfilando el pasillo al final del cual vio a uno de los empleados del teatro que se dirigía hacia ella,, seguramente para apremiarla. En realidad, el pobre muchacho fue el elegido para ponerle el cascabel al gato e informar a la gran Ana Solís de que, debido a un fallo eléctrico irreparable, la función se había suspendido.
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