El fotógrafo del pánico por María Verchili Martí

Como casi todas las personas que amamos el Cine, a mi me ha acompañado desde la infancia. En la adolescencia, a través de aquel milagro catódico tan generacional que fue ¡Qué grande es el cine!, comencé a descubrir los grandes clásicos y las aun más grandes películas, a la vez que me empapaba de la genialidad contemporánea en las salas de Cine y muy especialmente en mi querido Teatro Municipal de Benicassim. Estudié Derecho y trabajo en la Administración, pero a partir de ahí, recogiendo por fin unas inquietudes culturales constantes, comencé la etapa de aprendizaje más disfrutada de mi vida, Humanidades, Máster de Historia Contemporánea, tesis inconclusa, y en cada estudio de  Historia cultural, una película. Es decir, mi perspectiva de análisis cinematográfico siempre está atravesada por coordenadas históricas y socio-culturales, además de las estéticas, por descontado. 

Desde estas premisas, continu0 cultivando el placer por la escritura sobre el Cine. Porque probablemente, como decía François Truffaut, el Cine -y la Cultura, en sentido amplio, y el Feminismo- me salvó la vida. 

Agradezco al apasionado cinéfilo Pedro Antonio López Bellón, el espacio que tan generosamente me ofrece en este hermoso proyecto.

Acción. ¡Y viva el cine de nuestras vidas!





El mirón sociológico: observación y distancia en "Peeping Tom"/"El fotógrafo del pánico", Michel Powell (1960)


El 'arquero' británico Michael Powell, independizado en esta ocasión de su socio artístico Eric Pressburger, acometió uno de esos films paradigmáticos del concepto cinéfilo del film de culto. Como se sabe, junto al también director, guionista y productor de origen húngaro formó un tándem creativo en torno a la prodigiosa productora "The Archers", que alumbró las más logradas obras del cine británico de todos los tiempos. Son películas como "The thief of Bagdad"/"El ladrón de Bagdad" (1940), "A Canterbury tale" (1944), "Black narcissus"/"Narciso negro" (1947), "The red shoes"/"Las zapatillas rojas" (1948), "Gone to earth"/"Corazón salvaje" (1950) o "The tales of Hoffman"/"Los cuentos de Hoffman" (1951), entre otras tantas, que definieron un clasicismo brillante y un esteticismo visual de gran influencia. Pero en mi opinión, se desenvolvían en los parámetros precedentes a ciertas transformaciones de transición a la modernidad, que muy pronto alumbrarían las nuevas olas cinematográficas.




Sin embargo, en el film que nos ocupa Powell ensayó un cambio de rumbo. Después de dos décadas de exitosa carrera, ya con 54 años, se empapó de las incipientes nuevas corrientes temáticas, estéticas y sociológicas de los tiempos que vivía con una obra de radical y desconcertante singularidad. Se podría afirmar que traspasó los límites de lo tolerable para la industria y el público. Y en consecuencia, la película fue despreciada públicamente en su estreno, retirada casi de inmediato de las salas, y supuso de facto la condena al ostracismo de Powell, que apenas consiguió volver a trabajar después.

"Peeping Tom" es sin duda una cima del cine de terror y suspense, que creadores como Martin Scorsese ha alabado como una de sus películas preferidas, y otros han vampirizado -nunca mejor dicho- con excelencia, en obras como 'Arrebato', de Iván Zulueta o 'Tesis', de Alejandro Amenábar. Pero evidentemente es también mucho más trascendente. Es una obra de profusa orfebrería simbólica, que encierra un juego de reflexiones muy cinematográfico sobre la observación enfermiza y distante de la realidad que nos asusta y nos repele, a la vez que nos atrae, sobre el aislamiento personal y la egolatría anti-social, sobre las filias sexuales perversas y prohibidas, y sobre el trastorno mental.











Con la premisa irrenunciable del virtuosismo estético y técnico, de esas colaboraciones tan características y tan subyugantes marca de la casa, su proyecto personal en base a una historia de Leo Marks, responsable también del guion, nos sumerge en una atmósfera pesadillesca y malsana que recuerda a la línea del Hitchcock venidero de 'Frenesí' (1972). Nuestro protagonista Mark (Karlheinz Böhm) es un fotógrafo traumado en su infancia y obsesionado con la captación visual de la esencia misma del pánico humano, a través de lo
que podríamos considerar su apéndice tecnológico, su inseparable cámara. Y hablo de prolongación física y mental, porque la potencia visual de los recursos expresivos de Powell no deja lugar a las dudas. Para empezar, con ese ojo azul inaugural en plano detalle que invade la proyección transmitiendo inestabilidad emocional y sentando las bases de la esencia del film, la querencia incontrolable a la observación compulsiva, esto es, el voyerismo. A continuación, en el virtuoso plano general de una calle en la noche, cuya estética en su primera impresión siempre me sorprende por el halo futurista -casi anime- que desprende, unos cuantos años antes de otras propuestas seminales, una mujer nos es mostrada desde la distancia, con la intermediación del objetivo de cristal de la cámara de Mark acercándose, que va a ser una constante en la narración. Se define así otra de las claves de la trama, que es la manifestación complementaria de esta dicotomía vital y filosófica que Powell propone. De esta forma, desde detrás de la lente, en plano subjetivo -y así será hasta el final-, asistiremos con Mark a su primer asesinato, observaremos como él mismo, la expresión de pánico de la prostituta que acaba de contactar.

En la siguiente secuencia, Powell nos va introduciendo en la realidad cotidiana de su protagonista, a la vez que comienza a entretejer un retrato sociológico que va mucho más allá del trastornado asesino. En un quiosco aparentemente normal, un hombre pertrechado tras las buenas apariencias, adquiere y oculta entre las hojas del periódico unas estampas pornográficas. Powell pone así en evidencia el engaño, la hipocresía social y la ocultación de las tendencias sexuales íntimas, que para mi tuvieron mucho que ver con el rechazo generalizado que provocó la película. De hecho, Mark acude al establecimiento porque en su discreto piso superior se toman las instantáneas de mujeres desnudas para comercializar. Y él es el imprescindible fotógrafo.

Esa misma mañana, vuelve a la calle del motel donde ha aparecido un cadáver, y ante el revuelo de vecinos, policías y periodistas, se identifica ante un informador como un compañero de "The Observer" (en inglés, observador), en una nueva referencia al voyerismo que resulta especialmente desestabilizante para el espectador porque con el nuevo día ya somos conocedores de su terrible secreto. Apenas en el minuto diez de metraje, no hay misterio respecto a la autoría del crimen. Powell nos ha colocado en la mente del asesino, con su mismo conocimiento del estado de las cosas, inaugurando así un recurso narrativo novedoso respecto a los usos tradicionales en el género.



A continuación, en una secuencia de desenlace profundamente desasosegante e ilustrativo, Mark acude a realizar una nueva sesión de fotos pornográficas, y Powell nos introduce en la sórdida realidad de una industria que genera cuantiosos beneficios hasta el mismo día de hoy. Allí conversa con una modelo veterana cargada de vacuidad y miseria moral, hasta el punto de justificar la violencia que ejerce su novio sobre ella -reclama al retratador que utilice los trucos necesarios para ocultar los cardenales en su cuerpo desnudo-. De nuevo, la contraposición realidad-ocultación se pone de relevancia en el discurso artístico del autor, y en mi opinión vuelve a conectar con la misma esencia de la tarea del cineasta que escruta con su cámara realidades inconfesables. Pero además, a la sesión ha acudido una nueva modelo, que se mantiene de espaldas, ocultando ostensiblemente el rostro, hasta el mismo momento del posado. Cuando contemplemos la deformidad de sus labios, que es también la huella de la violencia nuevamente, nos perturbará la reacción fascinada de Mark.



Pero en la vida de Mark hay también convención social. En la casa heredada de su padre donde tiene su laboratorio de revelado, vive una inquilina especial. Su vecina Helen (Anna Massey) es la típica chica sociable y decente, a la que otra vez vamos a conocer por mediación de la mirada del fotógrafo que se asoma con discreción por la ventana mientras está celebrando su fiesta de cumpleaños. Pese a su discrepancia personal, Helen se siente
atraída y fascinada por el misterioso y esquivo comportamiento de Mark y por su cámara. Con el pretexto de agasajarlo con un trozo de tarta, consigue introducirse en su piso y acceder con él al cuarto oscuro. Allí Mark le confesará sus traumas de manera nuevamente mediatizada. Por medio de la proyección de las películas en blanco y negro del padre científico, estudioso del pánico infantil, que utilizaba a su hijo como cobaya sin el más mínimo atisbo de culpa, somos partícipes de las experiencias del niño Mark, rayanas en la tortura psicológica. Y no me parece en absoluto aleatorio que Powell introduzca el recurso al Cine dentro del Cine, al Meta-Cine que nos conecta con el pasado y con los orígenes -es además tremendamente significativo que sea el propio cineasta quien encarne al padre castrador y su mismo hijo al pequeño Mar-. La tensión emocional va creciendo hasta que contemplamos en pantalla el regalo e su padre a Mark justo después de la muerte de su madre y del nuevo matrimonio casi inmediato. La cámara se erige así en una compañera inseparable y también en una condena. La desazón de ambos es ya incontenible y Helen suplica, ¡apágala!




El siguiente episodio violento tiene como protagonista a una figurante y aspirante a estrella de Cine, Vivian (Moira Shearer, actriz y bailarina que ya había protagonizado "The red shoes"), con la que Mark trabaja en una serie de televisión. Por la noche, en la clandestinidad del plató ya cerrado, han quedado para filmarla. Es extraordinariamente sensual, moderno y repleto de vital dinamismo el baile que ella despliega ante el objetivo. También equívoco respecto a sus intenciones, hasta que la encuentre la muerte en esa estaca secreta de connotaciones fálicas -como la aguja del broche con el que obsequiará a Helen en su siguiente cita o las agujas de tejer de la madre de la muchacha mientras en la televisión se informa sobre los trágicos sucesos-, que se despliega desde el artefacto. Una vez más nuestro protagonista mediatiza su impulso sexual mortífero por medio de su cámara, en un recurso expresivo de Powell cargado de potente simbología que encuentra continuidades en el discurso artístico de un autor contemporáneo como David Cronnenberg.

A la mañana siguiente, de vuelta en el estudio de la televisión, el descubrimiento del nuevo asesinato, convence a los investigadores policiales sobre la autoría de un maníaco en serie. Un hombre que tienen muy cerca, allí mismo entre el equipo de rodaje, del que no van a sospechar hasta un momento muy avanzado de la acción.


Y mientras tanto, Mark le confiesa a un compañero que está aprovechando la investigación para filmar clandestinamente -otra vez- un documental, el género de la realidad sobre la ficción fílmica, el impulso creativo que persigue testimoniar objetivamente frente a la ocultación. Para mi un nuevo mensaje cifrado de reivindicación de la autoría, de la autenticidad, por parte de Powell, que redimensiona su significado si pensamos en el destino del autor después del estreno del film.

El tercer personaje esencial de la trama es la Sra. Stephen (Maxine Audley), la madre de Helen, una mujer ciega y alcoholizada que es capaz de percibir la presencia de Mark pese a su esfuerzo de ocultación, que intuye su oscuridad esencial casi desde el mismo momento en que son presentados. De hecho, en el concreto pasaje, con el contacto físico de un instante, Mark se siente descubierto por primera vez, y el latido potente y acelerado de su corazón enfermo invade el espacio auditivo de la secuencia, como una señal de alarma perturbadora a la vez que cómplice con el espectador.

Pese a su confusión interior, el interés de Helen despierta en Mark una suerte de deseo romántico. Se aviene a tener una cita formal, y ella le advierte sobre la presencia constante de la cámara -Nunca te he visto sin ella-, y sorpresivamente consigue convencerlo para dejar el omnipresente artilugio en una habitación segura de la casa, que resulta ser el dormitorio de la madre muerta de Mark. Ya en las escaleras de la calle, en un momento de aparente felicidad, el fotógrafo intenta expresar su bienestar, pero termina afirmando que no es capaz de encontrar las palabras, -"Tendría que filmarlo", afirma-. Su cámara es su única vía de conexión y de expresión emocional. Así, pese a que parece estar contento y relajado, cuando se cruzan en la calle a una mujer y a un hombre besándose en la oscuridad, la avidez incontrolable de la mirada de Mark incomoda a la pareja y a Helen. Finalmente al volver a casa, ambos celebran la encantadora velada, Helen, podríamos pensar que en el deseo de participar de la pasión obsesiva de Mark, le propone que la filme. Y el responde perturbado que no lo hará jamás porque siempre pierde todo lo que filma. Powell vuelve aquí a remarcar esa dicotomía enfermiza y mortal entre la vida y la captación de esta a través del objetivo de la cámara, entre la realidad decepcionante y la ilusión ficcionada del Cine.







Para mi el punto sin retorno de inflexión narrativa llega con la intromisión de la Sra. Stephen en su cuarto de revelado -el lugar de la revelación metafórica, allí donde Mark no es capaz de ocultar su verdadera identidad-. Ella le confiesa que ha entrado allí otras tantas veces con anterioridad, que lo ha escuchado conectar el proyector cada noche. Su ceguera física se revela así como un elemento iluminador, que la convierte en testigo y cómplice a la vez, en un nuevo juego de contradicciones personales que en mi opinión invitan a análisis sociológicos de largo alcance -no podemos obviar como se denominaron las cabinas pornográficas que en pocos años se iban a multiplicar en las ciudades de medio mundo, "peeping show"-. Y a nivel estrictamente cinematográfico, esa escena de tensión en crescendo, con los cuerpos recortados sobre la pared blanca de la proyección, que se intensifica cuando Mark se lanza desesperado contra esta, y culmina con la grabación asesina y punzante finalmente no consumada, es una demostración de calidad expresiva sublime, que nos lanza ya hacia la resolución inevitable de un tormento personal destructivo. Mark tiene que morir. Y mientras agoniza, en pantalla el niño que fue le dice a su padre "Buenas noches. Cógeme la mano".



Es inevitable recordar para finalizar, que aquel mismo año de 1960 se estrenó también la recreacion cinematográfica del perturbado mental más influyente del Cine. "Psicosis" es una película monumental, que puso en juego una serie de recursos narrativos, expresivos y técnicos de máximo nivel e inusitada originalidad. Es una película que asusta intrínsecamente. Pero en mi opinión no es tan perturbadora como "Peeping Tom". Porque el film de Michael Powell conecta con unas filias y fobias que podrían ser las del propio espectador, el mirón, que es también el mismísimo director de Cine.








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Comentarios

  1. Respuestas
    1. Pura Kastigá, efectivamente, una maravillosa disección de una joya del cine. Michel Powell es, verdaderamente, un imprescindible.

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