Un ladrón en la alcoba
"En el mundo se está produciendo una revolución. ¿Dejará de existir la risa? ¿Desaparecerán la vida alegre y placentera, el ingenio y las réplicas jocosas, la divertida guerra entre hombre y mujer? ¿He de llorar por el mundo que se fue y ver cómo se me prohíbe recrearlo? Porque en ese caso no querría volver a hacer películas y no me importaría morir."
Estas palabras del propio Ernst Lubitsch nos dan una pista bastante lúcida y aproximada sobre su filosofía vital y cinematográfica. Sobre su estilo y concepción de la existencia y de sus películas. No es la intención de estas cuantas líneas analizar al detalle la trayectoria y el estilo de este genio incomparable del celuloide. Además, para tratar de explicar mínimamente su imprescindible aportación al universo del cine, para poder abordar una somera aproximación a su arte y sus películas, serían necesarias muchas palabras y reflexiones que exceden claramente la voluntad de este humilde texto sobre una de las joyas que nos dejó como legado: Un ladrón en la alcoba (Trouble in Paradise, 1932). Pero si es necesario y conveniente aportar algunas pinceladas sobre este señor bajito en estatura, pero de una altura creativa, en mi opinión, excepcionalmente única. Solo uno de los colaboradores que tuvo la suerte de trabajar con él, un tal Billy Wilder, alcanzó cotas de brillantez cinematográfica que pudieran compararse a la creación del maestro alemán Aunque desde luego no llegó a la grandeza de la puesta en escena e inventiva del sabio berlinés, que es inalcanzable, transitando la aportación Wilderiana por otros derroteros. Maravillosos, brillantes, desopilantes e influenciados inevitablemente por Lubitsch. Pero otros derroteros, al fin y al cabo. El mundo de Ernst Lubitsch, empieza y acaba con él.
Ernst Lubitsch inició su carrera artística de la mano del mítico director de teatro Max Reinhardt, en cuya compañía estuvo trabajando por un período de seis años. Eran los momentos anteriores al estallido de la Primera Guerra Mundial y Berlín era una ciudad alegre, cosmopolita, culta y fascinante. Y este ambiente con el que el autor convivió, sin duda tuvo su influencia en la formación de ese hedonismo alegre y despreocupado que desprenden los grandes títulos que rodaría más adelante y que hacen las delicias de los incondicionales que, como es mi caso, caemos rendidos ante el encanto y la fascinación que ejercen las imágenes de sus gloriosas películas. Y me reitero: sus películas no se parecen a ninguna otra. O precisando más: son muchas las películas que recuerdan a Ernst Lubitsch en su intento de copiar ese fino aroma artístico y vital que emanaban y que, por supuesto, no han logrando alcanzar nunca.
Después de esa etapa de iniciación y aprendizaje, Lubitsch, que poseía un talento innato para el cine, interpretó, escribió el guion y dirigió sus primeras películas en la que constituyó su etapa alemana. Posteriormente trasladó su carrera a América, donde, a partir de 1923 tomó definitivamente las riendas de su carrera y rodó sus mejores películas, pasando de una brillante etapa muda a una inolvidable colección de títulos sonoros. Y es durante estos años cuando se moldeó su popular "toque Lubitsch". Tampoco es fácil dar una explicación clara y precisa de lo que supone el "toque Lubitsch". En mi opinión, forjada a través de la visión de las divertidas escenas y secuencias que magistralmente se encadenan y fusionan (se "abrazan" podríamos decir) en las historias que nos cuentan, más que un "toque", a lo que asistimos los afortunados espectadores es a un "estilo Lubitsch". El toque sería sencillamente el paroxismo de esa experiencia narrativa y emocional a la que estamos asistiendo. El culmen de su habilidad para expresar lo que nos quiere transmitir de una manera tan elegante, moderna, fascinante e imperecedera. La ironía, los dobles sentidos, las elipsis, la sutileza, son algunas de las expresiones definitorias de este particular estilo narrativo. Las elipsis en dos vertientes, la temporal (a través del transcurso del tiempo, eliminando los momentos menos interesantes para el espectador y otorgando agilidad al desarrollo narrativo) y la espacial (con sus famosos fuera de campo, mediante el uso de objetos de todo tipo que mantienen su protagonismo durante todo el metraje, dando pistas al espectador de algo que ha pasado o que a a pasar sin mostrárnoslo, al igual que sucede con acontecimientos que quedan a nuestra imaginación o conjetura, como por ejemplo lo que sucede detrás de sus famosas puertas).
Y como al tiempo que voy escribiendo, me da la impresión de que estoy adquiriendo un tono artificiosamente académico y aburrido, creo que es mejor pasar a hablar sobre la comedia sofisticada que nos ocupa.
"Ha de ser una cena maravillosa. Quizá ni la probemos. Pero es preciso que lo sea. Camarero, ¿ve esa luna? Quiero ver esa luna en el Champagne"
Lily (Miriam Hopkins) y Gastón Monescu (Herbert Marshall) son dos ladrones que fingen ser personalidades de la alta sociedad. Se conocen en Venecia y se enamoran. Gastón Monescu roba al aristócrata François Fileba (inmenso Edward Everet Hortton) y huye con Lily antes de ser descubierto. Un año más tarde, ya en París, Gastón roba un bolso a la adinerada viuda Mariette Colet, pero se lo devuelve y se las ingenia para que lo contrate como su secretario personal. Entonces vuelve a aparecer en escena François Fileba junto a el Mayor (Charlie Ruggles), revelándose ambos como fervientes admiradores de Mariette Colet...
Todo este desarrollo narrativo se nos presenta a los espectadores revestido de una modernidad, una elegancia y una sutileza asombrosas por el grado de eficacia y brillantez conseguido en ello. Lubitsch era un creador dotado de una gran inteligencia. Pero, tal vez, una de sus mayores cualidades era que ese mismo entendimiento lo presuponía en los espectadores a los que iban dirigidas sus películas. Y una de las consecuencias de ello, era que su práctica consistía en sugerir, en lugar de mostrar. En dejar que el espectador trabajara con su imaginación y su razonamiento para terminar de encajar las piezas del puzle que, en definitiva, constituyen las imágenes de sus películas.
Como toda buena comedia, Un ladrón en la alcoba destila una gran carga crítica. En esta ocasión, centrada en las clases adineradas y la alta sociedad. Esta crítica se hace evidente en los personajes de Gastón y Lily, de los que se desprende un alto componente de artificio y la demostración práctica de que las cosas, no suelen ser lo que parecen a primera vista...
Me apetece reivindicar Un ladrón en la alcoba, como uno de los mejores títulos que jamás rodó Lubitsch y que quizás no llegue a la perfección y excelencia (¿o si...?) de Ninotchka (1939) o de Ser o no ser (To be or not to be, 1942), pero sin duda es una obra extraordinaria y puede ponerse al mismo nivel que las mencionadas. Tal aserción corre el riesgo de convertirse en desproporcionada. Y por supuesto es muy subjetiva. Pero esa es la impresión a la que he llegado después de contemplar en varias ocasiones esta comedia romántica. Y el romanticismo es otra de las virtudes a resaltar. Un romanticismo que, a pesar de discurrir entre el engaño, la triquiñuela y el disimulo, es tratado de una manera más profunda, compleja y sincera que en otras comedias similares del género. De tal modo que se nos presenta más cercano y creíble, y, como consecuencia, mas emocionante. Es fascinante como pueden caber en apenas ochenta minutos tanto amor, tanto humor, tanta ironía, tanta seducción y tanta alegría de vivir.En esta divertida e inolvidable comedia, no faltan tampoco otra de las grandes señas de identidad del genial director: las puertas.Y sorprende ver como son empleadas de una manera tan subyugante, me atrevería a decir, para introducirnos en el terreno de la ligereza, la fina ironía, la perspicacia, el doble sentido, la continua sonrisa en los labios, la suposición y el asombro de descubrir que Lubitsch nos ha conducido a un universo que conjuga el talento, el entretenimiento y el placer de los sentidos. Y, lo que es mejor, nos hace partícipes de todo ello de una manera casi inconsciente.
Muchos de estos razonamientos y reflexiones que aquí expongo, pierden todo su sentido si no se ha visto la película. Mucho más si no se conoce el cine de Lubitsch. Así que si algún lector, llegados a este punto, no entiende, o le parece soporífero lo expuesto aquí hasta el momento, le acepto de muy buen grado su crítica. Pero también le doy un consejo que me gustaría que me dieran a mí mismo: Que vayan corriendo a buscar alguna película (da igual la que sea) de este tipo bajito, de nariz prominente, ojos vivaces y un sempiterno puro entre las comisuras de sus labios, y se abandone al placer, el divertimento, la elegancia y a algo que personalmente suelo estimar en todo lo que vale: la evasión momentánea de la realidad.
Y me resisto a acabar sin citar como perfecto resumen del estilo, el glamour y la sutil ironía de Ernst Lubitsch, la popular frase de uno de sus discípulos. Un tal Billy Wilder que opinaba sobre su maestro: "Lubitsch puede enseñarnos más con una puerta cerrada que otros con una bragueta abierta". Amén.
El hombre de Boston
Maravilloso y fantastico artículo sobre este maestro de la alta comedia y de la comedia romántica por antonomasia que era el gran Ernest Lubisch, yo soy una ferviente admiradora de su cine y solo me queda por añadir que para mí fue el maestro de todos los que le precedieron.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario. Coincido en que fue un talento único e irrepetible. Sus películas, vistas hoy, y a pesar del tiempo transcurrido desde su estreno, son de una modernidad asombrosa.
Eliminar