El ladrón de Bagdad (Raoul Walsh, 1924)

 


La felicidad hay que ganársela


Transcurrían los felices años 20. El cine ya se había consolidado como una gran potencia industrial y una poderosa e influyente actividad económica, además de como un excepcional y formidable entretenimiento. Esa era la consideración que la sociedad de la época tenía de las películas, más allá de una manifestación artística. Una evasión de la realidad. Raoul Walsh, ya había dirigido algunos títulos del cine silente, pero aún no tenía el prestigio y el reconocimiento del que gozaría más adelante. El ladrón de Bagdad, sería ese punto de inflexión en la carrera de este director que alcanzaría grandes dosis de excelencia a lo largo de su trayectoria.

En cambio Doug, como cariñosamente se conocía a Douglas Fairbanks, ya gozaba de una extraordinaria popularidad como actor gracias a una serie de películas en las que explotaba su virilidad, su eterna sonrisa y sus sorprendentes dotes atléticas. Era el héroe americano al que todos querían emular. Al que todos querían parecerse. Un derroche de energía, vitalidad y optimismo. Estos éxitos artísticos junto a su decisión y emprendimiento ya le habían llevado en 1916 a fundar su propia productora, la Douglas Fairbanks Film Corporation. Y poco tiempo después, se produjo su unión con su gran amigo Charles Chaplin, su amada Mary Pickford y David Wark Griffith para fundar la United Artist, que supondría el culmen del poder y la influencia en el panorama cinematográfico del momento. Películas como La marca del Zorro (Fred Niblo, 1920), Los tres mosqueteros (Fred Niblo, 1921) o Robín de los bosques (AllanDwan, 1922) habían consolidado el estrellato de Douglas Fairbanks, a través de su rol de triunfador hecho a sí mismo que tanto calo en el imaginario colectivo de aquellos años. Pero es de justicia reivindicar sus aptitudes detrás de la gran pantalla. Esas que no eran conocidas por el gran público. Fairbanks intervenía de una manera tan activa y decisiva en la preparación de sus películas que podemos considerarlo, sin temor a equivocarnos, todo un autor, cuando este término, probablemente, ni siquiera se atribuía al campo cinematográfico.


Los míticos fundadores de la United Artist


En 1924 Douglas Fairbanks acababa de regresar de uno de sus viajes por Europa, y había quedado especialmente impresionado por las innovaciones escenográficas de los directores alemanes. Muy particularmente del estilo poderoso e inconfundible de Fritz Lang. Tal es así, que llegó incluso a adquirir para su distribución en Estados Unidos la obra maestra La muerte cansada (Fritz Lang, 1921). Así las cosas, e inmerso como estaba en la producción de su próxima película El ladrón de Bagdad (Raoul Walsh, 1924), mandó construir para la misma unos fastuosos decorados. William Cameron Menzies fue el encargado de ello.


Los fastuosos decorados concebidos por William Cameron Menzies


Harry Wurtzel, a la sazón el agente de Raoul Walsh, consiguió que este fuera designado director de El ladrón de Bagdad. Walsh, que jamás se había enfrentado a una película de esa envergadura, mostró sus serias dudas sobre si era el hombre conveniente para dirigirla. Fairbanks le mostró su apoyo incondicional y para convencerlo le llevó a ver los bellísimos y espectaculares decorados que ya estaban construidos para la película. William Cameron Menzies, para el que se creó el término de director de producción y que proyectaría los decorados de películas como Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, George Cukor, Sam Wood, 1939), había diseñado unos grandiosos y sorprendentes decorados que, bajo las indicaciones de Fairbanks, incluían conceptos geométricos y arquitectónicos deudores del expresionismo alemán. Pero a su vez dotados de un romanticismo y un primigenio art-decó que, vistos casi un siglo después, siguen resultando exóticos, bellos e irrepetibles a un tiempo. Me pregunto si las actuales técnicas cinematográficas pueden dotar de alma, de sentimiento, de pasión, sus recreaciones informáticas tan perfectas y tan frías al mismo tiempo.



Puedo soportar mil torturas,

aguantar mil muertes,

pero no vuestras lágrimas.



Inspirada en los relatos de Las mil y una noches, El ladrón de Bagdad nos introduce en la historia de un ladrón (Douglas Fairbanks) que actúa en las calles de Bagdad. Un día entra en el palacio del Califa con la intención de robar un tesoro. Pero ve a la princesa (Julanne Johnston), la hija del Califa, y se enamora de ella...

Es indudable que esta hermosa película es poseedora del primitivo y puro espíritu cinematográfico propio del año en que se rodó. Un "perfume" absolutamente clásico se desprende de su placentera visión. Un estilo de hacer cine que nació y murió con estos pioneros. Y todo ello es debido de tener en cuenta a la hora de enfrentarnos a su visión, para que ésta sea lo placentera y satisfactoria que debe de ser. Para absorber sus bellísimas escenas llenas de magia, de inocencia y hasta de cautivadora ingenuidad. Para disfrutar de su virginidad narrativa, de su "tempo" pausado y sin prisas, y de otras virtudes cinematográficas que son imposibles de encontrar en el cine contemporáneo. Es, además, un lenguaje diferente y previo a la aparición del sonido, muy poco tiempo después.


Douglas Fairbanks y su sonrisa pícara y seductora

Raoul Walsh dejo patente su claridad y destreza narrativa. Y colaboró activamente en la invención y montaje de los muchos trucos y efectos ópticos que tiene la película (la alfombra voladora, la cuerda mágica, la capa de invisibilidad...) Douglas Fairbanks, además de producir la película y supervisar todo el conjunto, nos volvió a regalar una interpretación inolvidable de un ladrón saltimbanqui que tiene un corazón de oro. Un papel dotado de una energía y una vitalidad envidiable. Todo en la película lo hace él. Sin dobles. William Cameron Menzies, como ya he comentado, creo uno de los mejores decorados de toda la historia del cine. Y Mitchell Leisen, ese todoterreno que tan pronto dirigía una película como escribía un guion o interpretaba, diseñó un exquisito, elegante y bellísimo vestuario con un toque Kitsch para los exóticos personajes que pueblan este cuento lleno de fantasía.




El conjunto resulta fascinante. Y ha quedado como  una de las cumbres del cine mudo. Bueno, para ser justos, del cine de todos los tiempos. Los hermanos Korda produjeron en 1940 otra excelente versión, ya con el añadido del sonido y del color, que también logra deslizarnos a ese terreno de la fantasía, la magia, la aventura y el romanticismo. Las dos versiones merecen la pena. Y mucho. Pero quizás, mi corazón me lleva al lado de ese Bagdad en blanco y negro y primitivos tonos sepia y pastel. Un Bagdad lejano, en el tiempo y en el espacio, pero que Walsh y Fairbanks recrearon para la posteridad con un entusiasmo y una inspiración de felices resultados.

Os propongo algo. ¿Por qué no miráis, o volvéis a hacerlo, si ya las conocéis, estas dos magníficas películas y tratáis de elegir entre ellas? Seguramente es un juego cinematográfico muy enriquecedor. Y no olvidéis una cos: Esa frase que las estrellas dibujan en el firmamento al principio y al final de la película: La felicidad hay que ganársela.


El hombre de Boston




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